Yo acuso

Yo acuso

Por Fernando Oliván*

El 13 de enero de 1898 Émile Zola publicó una carta abierta en el periódico L`Aurore que marca un antes y un después en la conciencia Europea. Se titulaba, como encabezamos este artículo, “Yo acuso”.

Francia llevaba varias décadas de un régimen democrático-liberal que, por unas causas u otras, no convencía a nadie. Aquella república, la Tercera, se había fundado tras tres acontecimientos desastrosos, una larga dictadura de corte imperial, el Segundo Imperio, que había durado cerca de 20 años, una guerra, la Franco-prusiana, de la que había salido derrotada, y un conato de revolución -La Commune- que fue aplastado en un baño de sangre.

La República surgía, en medio de aquel caos, tras una “transición” que también se vendió como modélica y que, instaurando un supuesto espacio intermedio, proclamaba la superación de los dos extremismos constituidos, en aquel momento, por los monárquicos y los comunistas.

Aquellos cuatro lustros de república liberal, sin embargo, no había sabido instaurar un verdadero régimen democrático. En su búsqueda de contentar, y aplacar, a los viejos poderes el sistema se fue deslizando hacia regiones ideológicamente insospechadas. Como había escrito Stendhal medio siglo antes, Francia padecía el doble cáncer de la Iglesia y el Ejército. Rojo y negro fue el título de su libro en remisión a los colores de sotanas y uniformes.

Una Iglesia vinculada a intereses extranjeros, pues su cabeza estaba en la lejana Roma vaticana, y que alimentaba el sustrato ideológico de las clases más reaccionarias, y un Ejército diseñado, contra todos los intereses de la República en un verdadero suicidio social, como un cuerpo independiente, autónomo, fuera de todo control por la soberanía popular y donde los militares elegían a sus propios cargos lo que les permitía administrar la carrera militar según intereses corporativos. Dos cuerpos sacralizados, intocables, libres de todo desarrollo democrático.

Fue en medio de este modelo de estado, un modelo donde la sociedad iba por un lado, con sus gobiernos y su parlamento elegidos democráticamente, con su idea de progreso y con sus propias ganas de vivir, y, por otro, los poderes auténticos con sus vínculos con el extranjero y las garantías que le brindaba el puño de acero de la corporación castrense, fue en medio de todo esto, como digo, donde estalló el escándalo. Lo que fue llamado “El caso Dreyfuss”.

Las líneas generales son muy sencillas. Se conocen hoy perfectamente, pero también eran conocidas en la fecha de los sucesos. Un caso de corrupción. Algo normal en aquella época. Un tipo, pariente muy cercano de alguien vinculado a esos poderes, había hecho negocios vendiendo no sé qué en medio de la gran tragedia que aún destilaba la guerra. un traidorzuelo que quiso hacer fortuna aprovechándose del dolor de una Francia desgarrada. Uno más, quizá, en medio de una democracia liberal castrada, como lo era la Tercera República Francesa.

Imagino como fue el entramado de los acontecimientos. Alguien de dentro, de ese mismo ejército, dotado, eso sí, de un sentido del patriotismo del que carecía el resto, no lo soportó y denunció la tropelía. Con la rapidez que suelen desplegar estos cuerpos cerrados cuando se tocan sus intereses, la gran oficialidad, el poder supremo del Estado Mayor, no solo exoneró rápidamente a ese particular pariente de alguien, sino que también desvió la acusación y concentró toda la artillería judicial contra el denunciante, un joven capitán que, creyendo hacer lo justo, incurrió en el más grave delito en las estructuras corporativas: denunciar algo que afecta a los auténticos poderes.

El capitán Dreyfuss fue sentenciado de la forma más brutal. Degradado y expulsado del Ejército fue confinado en la Isla del Diablo, el penal más terrible de Francia.

Afortunadamente, en el caso francés, la historia no termina aquí. Un periodista, Émile Zola, se atrevió a escribir ese artículo-manifiesto titulado “Yo acuso” donde puso negro sobre blanco las mil irregularidades del proceso, la venalidad del tribunal y la verdad, denunciando la vergüenza que para toda Francia suponía esta sentencia. Zola sufrió persecución, verdadero aviso a navegantes, que le llevó al exilio y a la cancelación como escritor, pero, al final, su voz terminó oyéndose y, tras largos años de batalla judicial, la verdad, es decir, los hechos, se hizo visible y nuestro héroe fue rehabilitado con todos los honores. También Zola fue reconocido por su obra, una obra heroica como acredita en todos sus libros.

Sin embargo, como decía al principio, las consecuencias de este caso desbordaron los ámbitos judicial y castrense. La sociedad francesa se dividió profundamente. Dos bandos, constituidos por los pro y los antidreyfusard, recorrerán la conciencia francesa hasta la Gran Guerra de 1914 y más allá. Estos últimos, los antidreyfusard, no solo defenderán con toda violencia la primera sentencia condenatoria, sino que, incluso cuando la sociedad entera fue consciente de la injusticia del fallo, seguirán defendiendo esa injusticia por considerarla mejor que la visibilización de un ejército y judicatura corruptos hasta el tuétano. Había que evitar, decían, el descrédito de las instituciones. Es cierto que, en ese caso, se cruzaba también una otra variable que sacudirá todo el siglo: el antisemitismo. Ahora los motivos de odio se han pluralizado, pero los “-ismos” son los mismos. Nuevas formas de odio se acumulan como en aquel cambio de siglo. De ahí nacerá Action française y, luego, el grupo terrorista de la OAS, toda una ideología del rechazo sobre la que germinará el fascismo francés.

España ya tiene su caso Dreyfuss.

* Fernando Oliván es profesor de Derecho Constitucional y director del Observatorio Euromediterráneo de Espacio público y Democracia. Es autor de una extensa obra de ensayos, como: El psico-estado, o El golpe de estado como espectáculo.
– Imagen de cabecera: «¿Es el nuevo TOP?», de la serie Metáforas visuales de Ángel Hernández Pardo.

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